NADA ES DEMASIADO BUENO O DEMASIADO PEGAJOSO

Puedo verlo tras el cristal de la oficina que da a la calle. Me sorprende, no es demasiado mayor, yo calculo que tendrá aproximadamente unos doce años. Quizá se trate de un niño rumano, no lo sé, esto lo digo por cómo va vestido. El caso es que me recuerda a alguien. Diría que es igualito al niño que se quedó con mi mechero a la salida del coffe shop en el barrio de la niebla, este último puente, cuando estuvimos en Ámsterdam. La verdad es difícil de identificar, no se le puede distinguir bien la cara, lleva como una especie de chaqueta raída de algodón con la capucha echada sobre la cabeza que le cubre el rostro hasta pasada la línea de los ojos.
Yo lo observo pedir entre la gente que baja por la calle mientras me dejo llevar por ese renquear estático e infantil. Sí, tendría que estar trabajando, es cierto, pero soy indolente con mis propias distracciones. Ya no me asustan los lunes por la mañana.
Aún es muy pronto para que marquen las doce en el reloj de la pared de la oficina. Alberto se acerca por el pasillo aunque su sonrisa llega siempre antes. El bueno de Alberto, bueno para los lunes y también para los martes.

La nueva auxiliar técnico de administración tiene cara de joven prostituta. Tiene los ojos grandes y la piel muy blanca, tiene unos grandes pechos colgantes que siempre intenta disimular bajo blusas neutras y jerséis perfumados. Y unas manos suaves patentadas en las distancias cortas, por si algún día tienes la suerte de que te rocen. Te digo, a Marta le gusta tocarte cuando sonríe, es de esas personas que te agarran de un brazo, se te pegan mucho o directamente se sientan encima de ti.

Cuando la vamos a ver me suele poner una de esas miradas que parecen decir -Quieres dejar de mirarme así-. Entonces yo le contesto en mis pensamientos que no tengo rayos X y que lo máximo que puedo hacer, Marta, es imaginarme la carne prieta (por la licra) bajo todos esos pliegues que llevas entre lana, algodón y aire. Pero a veces Marta tiene esa expresión como de algo te preocupa, Marta. Si no me lo quieres contar, por lo menos déjame, no digas nada.

Hoy hace un día de otoño marciano en la estepa castellana, uno de esos días que podría pertenecer a cualquier estación de cualquier latitud de cualquier hemisferio, pero tú sabes que se trata de un auténtico día de viento solar fundiéndose por la ribera del Tormes. Uno de esos días en los que adquieres la conciencia y daría la sensación de que en realidad todo el universo está en paz y que hay un sentido para cada cosa. Uno de esos días en los que se te acerca corriendo por entre la brisa el niño post rumano sin rostro.
Entonces, cuando está a tu altura, mete la mano en el bolsillo, para al momento sacarla con algo apretado dentro y luego te ofrece fuego. En ese momento tú caes en la cuenta de que tienes un cigarrillo en la mano que no sabes cómo ha llegado hasta ahí, pero no te importa porque cuando vas a dejarte alumbrar descubres que en la mano de uñitas negras, de dedos apretujados y sucios, no hay nada. Tan solo el hueco de lo que tendría que haber sido un mechero y una sonrisa incuestionable que hace que te revuelvas por dentro, inquieto. Y no sabes por qué esta situación, en realidad, no te hace ninguna gracia y lo cierto es que nadie se ríe. Los tres seguimos nuestro camino mientras el niño se queda ahí quieto apuntándome con su mechero de mentira y sonriendo al aire de la mañana. Ya nadie dice nada, tan solo Marta se acerca a ti para agarrar tu brazo apretándolo contra el lateral de sus pechos, mientras te facilita una sonrisa al tiempo que te informa del frío que hace, a pesar de que todos somos conscientes de que hoy no hace nada de frío.

Y es su ternura lo que te impide hacerte estas preguntas, pero cuando todos terminen de comer su pincho, tú pondrás tu voz más sugerente para hablar sobre ese extraño niño que te ha asaltado en la puerta de la oficina. Cuentas cómo lo has visto toda la mañana extorsionando a los transeúntes y te extrañas de que nadie le haya dado nada, ni siquiera tú, a pesar de que sí te hubiera gustado hacerlo, y quién sabe si no lo harás ahora, cuando vuelvas a la oficina. ¿Qué niño? Te interroga la mano de Marta al agarrar tu brazo. ¿De qué niño estás hablando? Continúa Alberto.

Te sorprende pero a pesar de todo te ríes, el papel de bromista siempre había sido el tuyo, así que aceptas el desafío, les sigues la corriente.

-Vamos a ver, pero si me acaba de ofrecer fuego ahora mismo, ¿Cómo no habéis podido verlo?-

Al cabo de diez minutos de chistes y reprobaciones, Marta vuelve a poner una de esas expresiones. -Déjalo ya. Me estás asustando…- -No. Si el susto me lo he llevado yo…-

Se hace el silencio. Marta y Alberto comienzan a buscar un infinito donde poder posar la mirada, la situación se está volviendo manifiestamente incómoda. Entonces tú empiezas a notar la sangre martilleando en las sienes, una ligera sensación de mareo y paranoia recorre entero todo tu sistema nervioso, y justo en ese instante caes en la cuenta y eres consciente de que, sin ninguna duda, ellos están diciendo la verdad.

En ese momento retiras suavemente la mano de Marta de tu brazo mientras aprovechas para, durante un ligero intervalo, apretarla con fuerza. Les dices que no te esperen, que te vas a ir al baño por un tiempo, ya los verás más tarde en la oficina.

El agua del grifo está helada, pero ni siquiera la sientes. Con un acto reflejo, te peinas el flequillo a pesar de que te cortaste el pelo hace tiempo y ya no tienes flequillo. No hace frío, repito, no hace nada de frío hoy, pero tú aún sigues temblando cuando sales del bar. Porque eres consciente de que él va a estar ahí, esperándote llegar con una ligera cojera que no recuerdas y un cigarro en la mano que ya no te sorprende. Y yo también te estoy esperando. Los dos sabemos lo del niño que ahora alarga su puñito de uñas negras hacia el cigarrillo que cuelga de tus labios, aprieta con su dedo pulgar la ruleta imaginaria de su mechero Clipper de mentira, al tiempo que una llama de un negro brillante, de un negro profundo surge de entre las profundidades de sus sucios dedos y proyecta una sombra perfecta de luz negra que poco a poco va engullendo todo el espacio a su alrededor hasta que llega un momento que se vuelve tan oscuro, tan profundamente negro, que eres capaz de distinguir sin dificultad, al amparo del brillo, en la sombra que proyecta la luz negra, el rostro del muchacho bajo la capucha de la chaqueta de algodón raído.
Y es mi sonrisa lo último que ves..